“Cuando vayan a dispararme no me venden los ojos.
Quiero que vean que les perdono”,
dijo Joan Alsina, fusilado en Chile en 1972. Leyendo estos días las reflexiones de Javier Baeza en su blog “14 kilómetros” al hilo de lo sucedido en los últimos días con el anuncio del alto al fuego declarado por ETA y del tema del perdón, recordé un documento que hace tiempo leí, de Jon Sobrino, sobre víctimas y victimarios. Este jesuita que tanto ha luchado por cambiar las estructuras de una iglesia que no sabe perdonar, y a la que tanto le cuesta pedir perdón por sus desmanes, y que aún silenciado, sigue peleando porque ésta no se siente siempre a la mesa del patrón y del poderoso, del político de turno, y que no murió por pura casualidad junto a sus compañeros y junto la cocinera y su hija, en un macabro asesinato en El Salvador, perpretado en connivencia con el poder, escribió: “Víctimas y victimarios. Perdonar y dejarse perdonar”, y como entre noticiero y noticiero he tenido tiempo, lo he buscado porque creo que aporta ideas muy sugerentes para seguir reflexionando sobre el acto más hermoso y más duro al mismo tiempo: el de perdonar. A otros, a uno mismo, a los que nos perdonan…
En este turno de tarde/noche, estoy asistiendo a muchas entrevistas y tertulias en la que la mayoría de los participantes se manifiestas escépticos ante la declaración de paz. No la creen, o bien piensan que es un truco electoralista.
Yo sí creo en la declaración, y no por razones meramente sentimentales. Me lo indican los observadores internacionales, y sobre todo, el movimiento que en las cárceles se está dando entre los presos pertenecientes a ETA.
Por eso he creído oportuno traer aquí el escrito de Jon Sobrino, para seguir pensando en este tema, ya que me parece muy adecuado a estos tiempos, aunque fuese escrito en Latinoamérica, y en épocas de dictadores.
Y porque, aunque escrito desde un punto de vista del cristiano que cree en un Jesús liberador, Sobrino nos habla de unos sentimientos y de unas estructuras que todos podemos entender, aunque nos acerquemos a este documento con ojos alejados de la fe.
“Quizás estas reflexiones ayuden a comprender lo que está en juego en una situación en la que se necesita reconciliación tras la barbarie.” Si somos capacer de cruzar la puerta del perdón, tal vez podamos superar esa barbarie y construir la paz.
Víctimas y victimarios. Perdonar y dejarse perdonar
Jon Sobrino
El caso Pinochet, y el de los militares y escuadrones de la muerte implicados en torturas y asesinatos han hecho inocultable un grave problema en muchos países de América Latina: la reconciliación es necesaria, pero es sumamente difícil. Varias son las razones para ello, pero queremos concentrarnos ahora en una que nos parece fundamental: los victimarios no quieren -en general- reconocer su responsabilidad. Peor aún, rechazan el perdón que les ofrecen las víctimas. Sobre esto queremos reflexionar, y, a pesar de la dificultad, ofrecer un camino -utópico- hacia la reconciliación.
-1. Verdad, justicia y perdón. Después de represión, masacres y guerras tiene que haber algún tipo de catarsis social y hay que buscar “razones mitigantes” para juzgar los hechos, pues, de otra forma, el futuro se hace simplemente inviable. Hay situaciones límite en la Humanidad, y por ello la sabiduría acumulada ha rechazado el fiat iustitia, pereat mundus (hágase justicia, aunque perezca el mundo). Pero esa misma sabiduría ha exigido que la comprensión a la hora de juzgar no lleve a la aberración. De ahí, la declaración de delitos de lesa humanidad, que no prescriben ni son amnistiables. Si todo, absolutamente todo, es condonable, si no hay que rendir cuentas ni de las mayores atrocidades, el futuro de la Humanidad tampoco es viable. Una verdadera reconciliación social debe tener, pues, en cuenta ambas cosas: la posibilidad del perdón social, y que éste no se otorgue de cualquier forma. De ahí surge la necesidad de poner condiciones al perdón.
Contra el encubrimiento y el olvido de los crímenes es necesaria la “verdad”, y por múltiples razones. Objetivamente, se necesita la verdad para saber si perduran estructuras y comportamientos que dieron origen a la barbarie. Se necesita para nombrar debidamente a víctimas y verdugos, y superar la cruel tergiversación de llamar verdugos a las víctimas y víctimas a los verdugos. Se necesita para llegar a conocer el paradero de los desaparecidos. En definitiva, se necesita que la verdad -no la mentira- sea el fundamento sobre el que construir el edificio social.
Subjetivamente, se necesita honradez con la verdad para que el ser humano no quede sometido a la deshumanización integral. Las consecuencias de oprimir la verdad son que las cosas ya no revelan lo que son ni a su creador, el corazón del hombre se entenebrece, y el ser humano cae en la deshumanización total.
Ante la impunidad se necesita también “justicia” con algún componente oneroso. Eso es lo que se pide hoy en América Latina para quienes han sido verdugos. No se trata de venganza ni, mucho menos, de exaltar la crueldad ni de azuzar bajas pasiones. Se trata de imponer gestos al menos, con los que -por lo oneroso- el victimario pueda expresar dolor por lo cometido y mostrar la disposición a reconocer y re-hacer el mal, el propósito de la enmienda y la satisfacción, que se decía antes. En el fondo, se trata de que el ofensor llegue a ser justo consigo mismo, salga de sí mismo para ser “para los demás”, y que eso, que siempre es costoso, quede expresado, de alguna manera, públicamente. Cumplidos estos pasos bien se puede otorgar el perdón con el anhelo de que el ofensor llegue a “estar con los demás” y “lo costoso se transforme en bendición”.
-2. La dificultad de “dejarse perdonar”. El proceso descrito es necesario, pero los victimarios rara vez se someten a él, y ni siquiera suelen aceptar el perdón que les ofrecen las víctimas. Esto último, aunque no es fácil, ocurre.
En un refugio de El Salvador, el día de difuntos, cerca del altar había varios carteles con los nombres de familiares muertos y asesinados que tenían flores a su alrededor. Había también otros carteles en que sólo se veían unas líneas sin nombres ni flores, y con esta leyenda: “Nuestros enemigos muertos. Que Dios los perdone y les convierta”. Un anciano nos explicaba que de esa manera querían recordar a sus difuntos y enflorarlos. Y añadió: “Pero como somos cristianos, ¿sabe?, creímos que también ellos, los enemigos, debían estar en el altar, aunque no nos atrevimos a ponerles flores. Son nuestros hermanos a pesar de que nos matan y asesinan. Ya sabe usted que la Biblia dice que es fácil amar a los nuestros, pero Dios pide también que amemos a los que nos persiguen”.
Que las víctimas perdonen, con ser difícil, suele suceder. El problema mayor es que los victimarios acepten el perdón que les ofrecen sus víctimas. La dificultad es evidente, pues dejarse perdonar significa reconocer el propio pecado -aceptando la verdad y abriéndose a la justicia-, aunque el perdón lleve también a la paz del ofensor y no le cierre, sino que le abra futuro. Pero a veces la negativa tiene raíces más hondas: no se quiere ceder en “tener razón”, en que nada aberrante hubo en crímenes del pasado, sino, al contrario, algo bueno, patriótico, hasta cristiano. Es la arrogancia, la hybris, el querer “tener razón”. Parece cumplirse, en otro contexto, el final de la parábola de Epulón y Lázaro: ”ni aunque un muerto resucite van a aceptar el perdón ofrecido”. En el fondo se rechaza el perdón porque no se quiere aceptar que la salvación viene de otros. Lo que más dificulta la reconciliación es que los victimarios no se dejan perdonar.
-3. El aporte del perdón a revertir la realidad empecatada. ¿Qué sentido tiene, entonces, animar al perdón y proponer un camino hacia la reconciliación, si con dificultad se ven sus frutos? La respuesta es utópica y esperanzada: perdonar es, ante todo, un aporte a humanizar la realidad.
Si se me permite una reflexión personal para esclarecer la lógica de lo que acabo de decir, en medio de la barbarie salvadoreña -que me rozaba de cerca- nunca se me ocurrió que me estaban haciendo un daño a mí personalmente, y de ahí que no me venía a la mente el asunto del perdón, si me resultaba fácil o difícil. Cuando me comunicaron por teléfono el asesinato de mis hermanos jesuitas, el corazón quedó helado y la cabeza vacía, pero lo que más me indignó fue escuchar que también habían asesinado a la cocinera y a su hija de quince años. Antes de pensar en el perdón -sí o no-, me inundó el sentimiento de indignación e impotencia ante el misterio de iniquidad. Y lo mismo he sentido al enterarme de la barbarie de El Mozote, los Grandes Lagos, Timor del Este, Irak...
Esa indignación primigenia se configura de diversas maneras, por supuesto. Para una campesina, a quien torturan y asesinan a su esposo y queda sola con sus hijos huérfanos, la indignación y la impotencia, y el asunto de perdonar o no, tiene que ser muy distinto a lo que acabo de decir. En mi caso, indigna y deja sin palabra la prepotencia de los verdugos; el ensañamiento con los pequeños en masacres o al dejarlos más indefensos cuando matan a sus defensores, como a Monseñor Romero; la mentira, el encubrimiento, la desvergüenza de usar el nombre de Dios -o de la democracia- en vano; el descaro de presidentes estadounidenses, jurando ante el congreso mejoría de derechos humanos en El Salvador; el desafío del mal a todo y a todos, el burlarse del bien y de los buenos. También afecta la tibieza de las iglesias y, a veces, el macabro espectáculo de cristianos, sacerdotes y aun obispos del lado del opresor. Y, como ya he dicho, impacta la vileza de no dejarse perdonar.
(…) Dentro de esta esperanza abarcadora, el perdón tiene un primer significado positivo, “metafísico”, podríamos decir. Otorgar perdón es el “aporte”, modesto, utópico y esperanzado a revertir la historia, a hacer disminuir su poder maléfico y ayudar a que crezca su poder benéfico. El perdón expresa la utopía primaria: que el bien puede triunfar sobre el mal.
-4. El aporte del perdón a la humanización de los seres humanos. Lo que acabamos de decir no quita importancia, obviamente, a la dimensión interpersonal del perdón.
Ofrecer perdón al otro es un acto sumamente personal. No es absolver de pecados, distanciadamente, en el trasfondo canonista (el ad instar iudicii que dice Trento), sino que, como lo hizo Jesús, es acoger al otro que nos ha ofendido, lo que significa no cerrarle futuro, ofrecerle comunión, esperar que ésta sea aceptada y alegrarse en ello. “Cuando vayan a dispararme no me venden los ojos. Quiero que vean que les perdono”, dijo Joan Alsina, fusilado en Chile en 1972.
Ese perdón es gracia, y quien se deja perdonar hace una experiencia de gratuidad. Perdonar nunca puede ser un acto de dominación, aunque fuese sutil. Perdonar no es vencer, como dice J. I. González Faus. “Al contrario es renunciar a una razón que se puede tener, a un derecho punitivo que puede ser muy real... para reconstruir la relación con el otro. El perdón trata de introducir... una lógica imprevista de gratuidad que deshaga la lógica de rivalidad... El perdón aspira nada menos que a cambiar al otro y purificar el propio corazón”. Un perdón aspira nada menos que a cambiar al otro y purificar el propio corazón (…)
Perdonar humaniza a la realidad y al ofensor. Y humaniza a quien otorga el perdón.
Durante mucho tiempo llevo pensando en la dificultad de dejarse perdonar, frente a la no menos actitud de perdonar. Entre ambas nos jugamos la posibilidad de fraternidad y concordia.
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