viernes, 2 de noviembre de 2018

CUIDADO CON LAS PALABRAS.



    Recientemente participé en un Congreso sobre “Educadores de Calle” en Zamora. 


     Comencé mi intervención advirtiendo lo importante que es elegir bien las palabras que usamos, porque no es lo mismo hablar de “educadores de calle” (educadores de chavales en situación límite, que no van a la escuela por carecer de hogar y de protección familiar) que hablar de “animadores de ocio y tiempo libre (que entretienen el ocio de “otros” chavales). 


          Y lo ilustré con un ejemplo muy concreto: Siempre se habló de los “niños, los “muchachos”, los chavales”; ahora sólo se habla de “Menores” (que es un concepto reduccionista del ámbito de lo jurídico). A partir de ese cambio terminológico, a ciertos chiquillos se les empezó a llamar “clientes o usuarios” de, por ejemplo, los Reformatorios. 


          Y cuando a los educadores de calle se nos exigió firmar con la Administración un convenio (que tampoco era un convenio sino un compromiso de prestar servicios sin rechistar, a cambio de subvenciones) ya no atendíamos niños ni menores, sino que atendíamos “plazas disponibles” a servicio de la Administración. O sea, que habían cosificado a nuestros niños; porque las “plazas disponibles no tienen biografía ni sienten ni padecen como los niños. 


          Cuando acabé estas explicaciones, mis oyentes, profesores y alumnos, manifestaron de modo muy rotundo estar de acuerdo con lo que yo acababa de decir: que no se debía seguir hablando de “menores” ni “usuarios” ni “plazas, sino de “chiquillos” o “muchachos”. 


          Pero, paradójicamente, en todas las intervenciones siguientes, público y ponentes continuaron hablando de “menores” como si nunca hubieran estado de acuerdo conmigo. 


          ¿Por qué ocurre esto? 


          Porque nuestro cerebro está amueblado con palabras para poder pensar. Y los que van amueblado “nuestro” cerebro con “sus” palabras, están logrando que ya sólo acertemos a pensar lo que ellos quieren que pensemos. Temo que estemos siendo víctimas de lo que en los tiempos del Gulag bolchevique  llamaban un “lavado de cerebro”. 



          Con la denominación de “trabajadores sociales” está ocurriendo algo similar: Cuando acabó nuestra guerra civil, la Dictadura encargó al Auxilio Social, Sección Femenina de la Falange, atender la miseria que había originado la guerra y educar/disciplinar a los miserables, intentando descubrir entre ellos a “los rojos” (del bando enemigo) para poder castigarlos. 


          Tras la Dictadura, esa labor con los que necesitan ayuda,” cambió radicalmente y fue encargada a unos profesionales a los que entonces llamaban “asistentas sociales”. Su tarea consistía en detectar necesidades urgentes y rastrear recursos en lo público y en lo privado, para resolver dichas urgencias según su buen criterio. Fue entonces, a finales de los años 60, cuando algunos, de forma espontánea, voluntaria y totalmente libre, inventamos la “educación de calle” a la que ya me referí. 


          Pero ocurrió después, años 80 y 90, que se promulgó la Ley de Protección Jurídica del Menor (que en realidad es una ley de desprotección jurídica de la privacidad), que estatalizó rigurosamente a los niños y a sus padres. Esto, que en principio en algún caso extremo y con carácter eventual pudiera ser razonable, se convirtió hasta hoy en un intervencionismo bolchevique, desmadrado: 


          Desde la antigüedad los niños eran un bien, propiedad de los padres que los engendraban y criaban. Con la revolución bolchevique, en los países comunistas los niños pasaron a ser un bien propiedad del Estado. Pero la mencionada ley de desprotección de la familia inventó la cuadratura del círculo: ambos criterios, en apariencia opuestos, tenían razón: los niños de familias pudientes son de sus padres, por la sencilla razón de que nadie mejor que ellos los podrán cultivar; mientras que los niños de “familias carenciales son del Estado, porque nadie mejor que él sabrá sacarles utilidad.  


          Y semejante intervencionismo tiene vigor jurídico, porque la Ley se lo encomienda a los Juzgados de Menores; que transfieren ese encargo a las Comunidades Autónomas; que lo trasfieren a ONG, Fundaciones y Empresas públicas y privadas; que lo transfieren a supuestos técnico que en realidad son comisarios políticos; que lo encomiendan a la policía y a los trabajadores sociales. 


          A partir de ese momento la labor de los “trabajadores sociales” retora aquellos orígenes del Auxilio Social, sólo que ahora el delito ya no es ser “rojo” sino menesteroso. ¡Ojo! no estoy enjuiciando a las personas que trabajan en eso, estoy advirtiendo del Sistema en el que las han engastado. Ya no pueden dedicarse a recabar recursos y aplicarlos a las necesidades según su buen criterio, sino que las dedican a cumplir y hacer cumplir, planes, proyectos, programas y protocolos: para rastrear a las familias que necesitan ayuda, para disciplinarlas.       
    

          La policía no puede penetrar en un domicilio privado sin orden judicial; los “trabajadores sociales” pueden hacerlo y lo hacen. Y si los que necesitan ayuda no son obedientes, hasta pueden denunciarlos y arrebatarles los hijos, para que la Administración se haga cargo de ellos y les saque rentabilidad. 


          Hace unos días conocí a una madre a la que le arrebataron tres hijos. La ONG con afán de lucro que se ha hecho cargo de ellos recibe de la Administración 12.000 euros al mes, 4.000 por cada hijo. Todo un chollo. ¿Os imagináis lo que esa madre podría hacer por sus hijos con 12.000 euros al mes? 

           Por eso el “trabajo social” se ha multiplicado exponencialmente: “intervención social”, “trabajadores sociales”, “psicólogos sociales”, “educadores sociales”, “animadores sociales y culturales”, “animadores de ocio y tiempo libre” y etc., etc…  que no son denominaciones distintas de lo mismo, sino títulos académicos de profesiones distintas. 


          Como dice mi amigo Julio Rubio, los “trabajadores sociales”, “mediante la emisión de informes, tienen el poder de: decidir quién tiene problemas y quién no, quién es culpable y quién no, cuál es la solución y cuál no; y no tiene que probar nada a nadie porque es un poder omnímodo”. 
  
          Os cuento una anécdota que lo ilustra: conocí a una familia marginal que vive en un segundo piso. Un día, la madre me mostró con todo sigilo una cuerda que escondían en un armario de la habitación de la abuela: 
    - Pero ¿para qué es? le pregunté extrañado. 

   - ¡Pa-escapar! 

   - ¿Tanto miedo le tenéis a la policía?  

   - ¡qué vaaa!, es por si vienen las “asistentes sociales”. 


         No hace mucho se lo expliqué a un numeroso grupo de universitarios, estudiantes de tan prolífico gremio: hasta aquí os he hablado de familias pudientes y familias “necesitadas”; ¿pero qué pasa con vosotros que sois de clase media? 
           No supieron responder. 



         Muchos de vosotros, al acabar los estudios, no encontrareis trabajo alguno por más que os lo propongáis y empezareis a resbalar hacia la pobreza para terminar padeciendo necesidades. El resto sí lo encontrará, pero en ONG, Fundaciones y Empresas subvencionadas, encargadas del seguimiento y control de los que padecen necesidades, para evitar que se vuelvan levantiscos. 



          Y qué no decir de palabras y expresiones tan rebuscadas como: llamar “habitación de reflexión” a una celda de aislamiento; llamar labores de “contención” al uso y abuso de la fuerza; entender la desesperación” de chiquillos tentados de suicidarse, como “deseos de llamar la atención”; o llamarle “distancia óptima profesional” al modo de escurrir el bulto, eludiendo la realidad que nos implica. 



          Con tanto trasiego y engaño en las palabras, que son con lo que tendríamos que entendernos, pudiera ocurrir que hasta la palabra “democracia” se esté convirtiendo en una falsificación. Ciertos poderes político/financieros disponen hoy de tal capacidad de controlar el mercado informativo y saturar con “sus” palabras “nuestro” cerebro, que empiezo a dudar de que sea acertado seguir hablando de democracia como lo hicimos hasta ahora; porque, aunque lo tengamos clarísimo, sólo acertamos a elegir lo que ellos deciden.  



                                                            Enrique Martínez Reguera 

                                                    Madrid, 1 de noviembre de 2018 











4 comentarios:

  1. La manipulación del lenguaje es bestial en todos los ámbitos. Tenemos que estar con todos los sentidos alertas para que no nos engañen.

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  3. Así es... Y con eufemismos nos atontan y perdemos el sentido de lo que se expresa.

    ResponderEliminar
  4. Y es así como crean la desigualdad,el miedo, y un montón de despropósitos acompañados de la palabra "social" y el fin el mismo, desproteger al desprotegido. Desde luego que de hoy al auxilio social y la historia de los inicios de estos eufemismos echos para prohibir y claudicar, apenas hay unos pasos. Cuanto he aprendido en un ratito Gracias

    ResponderEliminar