Recientemente
participé en un Congreso sobre “Educadores de Calle” en Zamora.
Comencé
mi intervención advirtiendo lo importante que es elegir bien las palabras que usamos,
porque
no es lo mismo hablar de “educadores de calle” (educadores de chavales en situación límite, que no van a la escuela por
carecer
de
hogar y
de
protección familiar) que hablar de “animadores de ocio y tiempo libre” (que entretienen el ocio de “otros” chavales).
Y lo ilustré con un
ejemplo
muy concreto: Siempre se habló de los “niños”, los “muchachos”, los “chavales”; ahora sólo se habla de “Menores” (que es un concepto reduccionista del ámbito de
lo jurídico). A partir de ese cambio terminológico, a ciertos chiquillos se les empezó a llamar “clientes” o “usuarios” de, por ejemplo, los Reformatorios.
Y
cuando
a los educadores de calle se nos exigió firmar con la Administración un
“convenio” (que tampoco era un convenio sino un compromiso de prestar servicios sin rechistar, a cambio de subvenciones) ya no atendíamos “niños” ni “menores”, sino que atendíamos “plazas disponibles” a servicio de la Administración. O sea, que habían cosificado a nuestros niños; porque las “plazas disponibles” no tienen biografía ni
sienten ni padecen como los “niños”.
Cuando acabé estas explicaciones, mis oyentes, profesores y alumnos, manifestaron de modo muy rotundo estar de acuerdo con lo que yo
acababa de decir: que no se debía seguir hablando de “menores” ni “usuarios” ni “plazas”, sino de “chiquillos” o “muchachos”.
Pero, paradójicamente, en todas las intervenciones
siguientes, público y ponentes continuaron hablando de “menores” como si nunca hubieran estado de acuerdo conmigo.
¿Por qué ocurre esto?
Porque nuestro cerebro está amueblado con
palabras para poder pensar. Y los que van amueblado “nuestro” cerebro con “sus”
palabras, están logrando que ya sólo acertemos a pensar lo que ellos quieren que pensemos. Temo que estemos siendo víctimas de lo que en los tiempos
del Gulag
bolchevique llamaban un “lavado de cerebro”.
Con la denominación de “trabajadores sociales” está ocurriendo algo similar: Cuando acabó nuestra guerra civil, la Dictadura encargó al Auxilio Social, Sección Femenina de la
Falange, atender la miseria que había originado la guerra y educar/disciplinar a los
miserables, intentando descubrir entre ellos a “los rojos” (del bando enemigo) para poder castigarlos.
Tras la Dictadura, esa labor con “los que necesitan ayuda,” cambió radicalmente y fue encargada a unos profesionales a los que entonces llamaban “asistentas sociales”. Su tarea consistía en detectar necesidades urgentes y rastrear recursos en lo público y en lo
privado, para resolver dichas urgencias según su buen criterio. Fue entonces, a finales de los años 60, cuando algunos, de forma espontánea, voluntaria y totalmente
libre, inventamos la “educación de calle” a la que ya me referí.
Pero ocurrió después, años 80 y 90, que se promulgó la Ley de Protección
Jurídica del Menor (que en realidad es una ley de desprotección jurídica de la privacidad), que estatalizó rigurosamente a los niños y a sus
padres.
Esto, que en principio en algún caso extremo y
con carácter eventual pudiera ser razonable, se convirtió hasta hoy en un intervencionismo bolchevique, desmadrado:
Desde la
antigüedad los niños eran un bien, propiedad de los padres que los engendraban y criaban. Con la revolución
bolchevique, en los países comunistas los niños pasaron a ser un bien propiedad del Estado. Pero la mencionada ley de desprotección de la familia inventó la cuadratura del
círculo: ambos criterios, en apariencia opuestos, tenían razón: los niños de
familias “pudientes” son de sus padres, por la sencilla razón de
que nadie mejor que ellos los podrán cultivar; mientras que los niños de “familias carenciales” son del Estado, porque nadie mejor que él sabrá sacarles utilidad.
Y semejante
intervencionismo tiene vigor jurídico, porque la Ley se lo encomienda a los Juzgados de Menores; que transfieren ese encargo a las Comunidades Autónomas; que lo trasfieren a ONG,
Fundaciones y Empresas públicas y privadas; que lo transfieren a supuestos “técnico” que en realidad son “comisarios políticos”; que lo encomiendan a la policía y a los “trabajadores sociales”.
A partir de ese momento la labor de los “trabajadores sociales” retornó a aquellos orígenes del Auxilio Social, sólo que ahora el delito
ya no es ser “rojo” sino menesteroso. ¡Ojo! no estoy enjuiciando a las personas que trabajan
en eso,
estoy advirtiendo
del Sistema
en el que las han engastado. Ya no pueden dedicarse a recabar recursos y
aplicarlos a las necesidades según su buen criterio, sino que las dedican a cumplir y hacer cumplir, planes, proyectos, programas y
protocolos: para rastrear a las familias que necesitan ayuda, para disciplinarlas.
La policía no puede
penetrar en un domicilio privado sin orden judicial; los “trabajadores sociales” pueden hacerlo y lo hacen. Y si los que necesitan ayuda no son obedientes, hasta pueden denunciarlos y arrebatarles los hijos, para que la
Administración se haga cargo de ellos y les saque rentabilidad.
Hace unos días conocí a una madre a la que le arrebataron tres hijos. La ONG con
afán de lucro que se ha hecho cargo de ellos recibe de la Administración 12.000
euros al mes, 4.000 por cada hijo. Todo un chollo. ¿Os imagináis lo que esa
madre podría hacer por sus hijos con 12.000 euros al mes?
Por eso el “trabajo social” se ha multiplicado exponencialmente: “intervención
social”, “trabajadores sociales”, “psicólogos sociales”, “educadores sociales”,
“animadores sociales y culturales”, “animadores de ocio y tiempo libre” y etc.,
etc… que no son denominaciones distintas de lo mismo, sino títulos
académicos de profesiones distintas.
Como
dice mi amigo Julio Rubio, los “trabajadores sociales”, “mediante la emisión de
informes, tienen el poder de: decidir quién tiene
problemas y quién no, quién es culpable y quién no, cuál es la solución y cuál no; y no tiene que probar nada a
nadie porque es un poder omnímodo”.
Os cuento una anécdota que lo ilustra: conocí a una familia marginal que vive en un segundo piso. Un día, la madre me
mostró con todo sigilo una cuerda que escondían en un armario de la habitación
de la abuela:
- Pero ¿para qué es? le pregunté extrañado.
- ¡Pa-escapar!
- ¿Tanto miedo le tenéis a la policía?
- ¡qué vaaa!, es por si vienen
las “asistentes sociales”.
No hace mucho se lo expliqué a un numeroso grupo de universitarios, estudiantes de tan
prolífico gremio: hasta aquí os he hablado de familias “pudientes” y familias “necesitadas”; ¿pero qué pasa con vosotros que sois de clase media?
No supieron responder.
Muchos
de vosotros, al acabar los estudios, no encontrareis trabajo alguno por más que os lo propongáis y empezareis a resbalar hacia la
pobreza para
terminar padeciendo necesidades. El resto sí lo encontrará, pero en ONG, Fundaciones y Empresas
subvencionadas, encargadas del seguimiento y control de los que padecen necesidades, para evitar que se
vuelvan levantiscos.
Y qué no decir de palabras y expresiones tan rebuscadas como: llamar
“habitación de reflexión” a una celda de aislamiento; llamar labores de
“contención” al uso y abuso de la fuerza; entender la ”desesperación” de chiquillos tentados de suicidarse, como “deseos de llamar
la atención”; o llamarle “distancia óptima profesional” al modo de escurrir el
bulto, eludiendo la realidad que nos implica.
Con tanto
trasiego y engaño en las palabras, que son con lo que tendríamos que
entendernos, pudiera ocurrir que hasta la palabra “democracia” se esté
convirtiendo en una falsificación. Ciertos poderes político/financieros disponen hoy de tal
capacidad de controlar el mercado informativo y saturar con “sus” palabras
“nuestro” cerebro, que empiezo a dudar de que sea acertado seguir hablando de democracia como lo hicimos
hasta ahora; porque, aunque lo tengamos clarísimo, sólo acertamos a elegir lo que ellos
deciden.
Enrique Martínez Reguera
Madrid, 1 de noviembre de 2018
La manipulación del lenguaje es bestial en todos los ámbitos. Tenemos que estar con todos los sentidos alertas para que no nos engañen.
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ResponderEliminarAsí es... Y con eufemismos nos atontan y perdemos el sentido de lo que se expresa.
ResponderEliminarY es así como crean la desigualdad,el miedo, y un montón de despropósitos acompañados de la palabra "social" y el fin el mismo, desproteger al desprotegido. Desde luego que de hoy al auxilio social y la historia de los inicios de estos eufemismos echos para prohibir y claudicar, apenas hay unos pasos. Cuanto he aprendido en un ratito Gracias
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