Erase una vez... Un poblado cercano al centro de Madrid, la ciudad con fama de ser la más acogedora del mundo, aunque esta fama la iba perdiendo por momentos, ya que los últimos acontecimientos indicaban que no se trataba bien a los que llegaban de lejos, aunque fuese por causa de desgraciados pesares.
En este lugar, como en una aldea pequeña, habitaban familias con muchos hijos, muchos niños sonrientes y llenos de vida, que eran la alegría de todos los que les conocíamos. Los padres, que vivian en la absoluta pobreza, multiplicaban sus esfuerzos por llenar los estómagos de los hijos, hacían lo que podían por conseguir el pan de cada día, aunque eran criticados, repudiados y olvidados por el resto de los madrileños.
Aparecieron, por el contrario, buenas gentes que les consideraron amigos, que les acompañaron en sus infortunios, y que reclamaron de las Autoridades que, puesto que era su obligación, dignificasen las condiciones de vida de estos niños y sus familias.

Las buenas gentes de las que os hablé, consiguieron, tras muchas protestas, escritos y reclamaciones, denuncias en prensa y en otros medios, que las autoridades comunales dijeran que "la situación de estas personas era inadmisible e insostenible en una ciudad como Madrid." Todos los políticos que entonces gobernaban dijeron también que no era "moral ni políticamente responsable la situación", que era injusto, y que los niños tenían derechos como la salud, los servicios básicos de higiene y la seguridad.
Pero las palabras de los políticos se las lleva el viento, parece ser.... Y como la injusticia se enseñoreaba en la aldeita, apareció un día un flautista... Sí, sí, como en el cuento infantil que todos conocemos. Habló de llevarse las ratas, siempre y cuando el sr. Alcalde cumpliera su parte de la promesa: proprorcionar dignidad a estos vecinos tan madrileños como los que vivimos en otros barrios, para que la ciudad volviera a ser integradora, como ellos proclamaban.
Pasó el tiempo y nada se cumplió. Los prohombres de la ciudad no hicieron realidad el trato. Y entonces, nuestro flautista, como el de Hamelín, hizo sonar su flauta y su melodía. Pero a diferencia del cuento, no se llevó a los niños, que debían vivir junto a sus familias, sino que hizo que todas las ratas, pero todas, todas, enfilaran la carretera de Valencia hasta llegar detrás de su música hasta el mismísimo Palacio Consistorial, un lugar esplendoroso, donde se iban a establecer para recordar a sus habitantes lo que significa una plaga de esta magnitud, y sobre todo, recordarles que las promesas deben cumplirse.
Besucos grandes a tod@s.
Toñi.