Este relato, desde que lo descubrí en mi más tierna juventud, me ha hecho desear que los cuentos, a veces, se conviertan en realidad.
"Harto, al fin, de tanto embrollo, el Padre
Eterno decidió dar una lección saludable
a los hombres.
A
las doce en punto de la noche del martes 31 de diciembre de 1979, el jefe del
Gobierno soviético, Pedro S. Kerulin, murió de repente. Precisamente, estaba
brindando por el Año Nuevo, durante una recepción ofrecida a los representantes
de la Federación democrática del África Oriental –e iba por la duodécima copa
de vodka-, cuando se le extinguió la sonrisa en los labios y se desplomó en el
suelo como un saco de cemento, en medio de la consternación general.
El mundo fue sacudido por opuestas
reacciones. Se había llegado a una de las situaciones más agudas y peligrosas
de la guerra fría, quizás la más extrema de las habidas nunca. El motivo
ocasional de la tensión entre el bloque comunista y el occidental era la
disputa por la posesión del cráter Copérnico, en la Luna. En el vasto recinto,
rico en metales raros, se hallaban fuerzas de ocupación americanas y
soviéticas; las primeras, concentradas en una restringida zona central, las
otras, en torno. ¿Quién fue el primero en llegar? ¿Quién podía esgrimir un
derecho de precedencia?
Precisamente,
unos días antes, o sea, en vísperas de Navidad –gesto que fue juzgado de pésimo
gusto en los países libres-, Kurulin, a
propósito del cráter de Copérnico, había pronunciado un discurso bastante áspero, en el que recalcó sin
ambages la superioridad soviética en materia de “medios descomprensivos” (las
bombas termonucleares, usadas en otros tiempos como coco en los conflictos
internacionales, no eran ya más que una polvorienta antigualla). “Los
responsables de esta nueva agresión capitalista –había dicho en un estilo que
recordaba la bonhomía de Kruschev- , ¿quieren hacer las cuentas sin el huésped?
En el espacio de 25 segundos, nosotros estamos en condiciones de hacer estallar como globitos a todos los
habitantes de sus respectivos países.”
Con lo cual aludía a los dispositivos secretos para anular en vastas
áreas la presión atmosférica, con las funestas consecuencias que ello
acarrearía.
Habituados ya a la elocuencia un tanto
pesada del gran rival, Occidente no se había tomado, naturalmente, demasiado al
pie de la letra el arrebato de Kurulin. Pero no se les había ocultado su
gravedad…
La repentina desaparición de
Kurulin fue, pues, un inmenso alivio para América. Al igual que sus
predecesores, había centralizado en su persona todos los poderes. Aún cuando,
al menos en apariencia, no existiese oposición interior, su política podía
considerarse del todo personal. Con su desaparición, en Moscú habría
inevitablemente una crisis de incertidumbre y desbandada. En todo caso, la
presión diplomático-militar por parte soviética mermaría mucho.
Al
mismo tiempo el espanto en el campo ruso fue grande. Sobre todo porque el
desdeñoso aislamiento de China no presagiaba nada bueno…………
El instinto les
decía que aquello solo podía presagiar algo siniestro.
Pero el año apenas nacido se reveló rico
de imprevistos. Exactamente una semana después, o sea, a medianoche del martes
7 de enero, algo que tenía todas las apariencias del infarto de miocardio,
fulminó en la mesa de trabajo, mientras conferenciaba con el secretario de la
Marina de guerra, al presidente de los Estados Unidos, Samuel E. Fredikson,
símbolo del intrépido espíritu nacional, primer americano que había puesto los
pies en la luna.
Que a distancia de una semana exacta los
dos mandatarios antagonistas de la contienda mundial hubiesen desaparecido de
escena, provocó una emoción indescriptible. ¿Por qué ambos a medianoche? Hubo
quien habló de asesinato por obra de una secta secreta, quien fantaseó acerca
de una intervención de fuerzas extraterrestres, quien sospechó de una especie
de “juicio de Dios”. El hecho es que los comentaristas políticos no sabían a que
santo encomendarse. Sí, podía ser también una pura coincidencia. Pero la
hipótesis no era fácil de digerir: tanto Kurulin como Fredrikson habían gozado
hasta entonces de una salud de hierro.
Mientras, en Moscú, el poder
había sido asumido interinamente por una dirección colegial, en Washington, de
acuerdo con la Constitución, el cargo supremo pasó automáticamente al vicepresidente, Víctor S. Klement,
administrador y jurista prudente, más que sesentón y ex gobernador de Nebraska.
La noche del 14 de enero
de1980, martes, cuando el reloj de la chimenea encendida hubo dado las doce,
Mr. Klement , que estaba leyendo un libro amarillo sentado en un sillón junto
al fuego, dejó caer el volumen, reclinó dulcemente la cabeza en el pecho y así
se quedó. Los auxilios de sus familiares y de los médicos que acudieron, no
sirvieron de nada.
Esta vez, una ola de
supersticioso terror pasó sobre el mundo. No, ya no se podía hablar de
casualidad. Una potestad sobrehumana se había puesto en acción para afligir a
plazo fijo, con precisión matemática, a los grandes de la Tierra. Y los observadores más agudos creyeron haber
descifrado el mecanismo del terrible fenómeno: por un decreto superior, la
muerte se llevaba, cada semana, a quien en aquel momento era el más poderoso de
los hombres.
Tres
casos, por muy singulares que fuesen, no permitían ciertamente formular una
ley. Sin embargo, la interpretación impresionó las fantasias y se presentó un
angustiado interrogante: ¿a quién le tocaría el martes próximo? Después de Kurulin,
Fredrikson y Klement, ¿quién es el hombre más poderoso de la Tierra destinado a
perecer? En todo el mundo hubo una fiebre de apuestas para aquella carrera
hacia la muerte.
La tensión de los ánimos hizo de aquélla una
semana inolvidable. ¿quién iba a preocuparse ya por el cráter Copérnico? Más de
un jefe de Estado luchaba entre el orgullo y el miedo: por una parte, la idea
de ser elegido para el sacrificio del
martes por la noche le halagaba, como demostración de su propia autoridad; por
otra, el instinto de conservación hacía oir su voz. La mañana del 21 de enero,
Lu Chi-min, el hermético primer mandatario de China, convencido más o menos
presuntuosamente, de que había llegado su turno, para demostrar su
independencia de la voluntad del Eterno, y dado que era ateo, se quitó la vida.
Simultáneamente, el ancianísimo De
Gaulle, ya mítico señor de Francia, persuadido a su vez de ser elegido,
pronunció, con la tenue voz que le quedaba, un noble discurso de despedida a su
país, alcanzando, al decir de muchos, la más alta cima de la elocuencia, a
pesar del grave peso de sus noventa años. Entonces se comprobó como la ambición
puede superarlo todo. Había hombres que se sentían felices de morir con tal de
que la muerte demostrase su preeminencia sobre el resto de los mortales.
Pero, con amarga decepción por su
parte, De Gaulle traspuso la media noche con óptima salud. En cambio, quien
murió de repente, en medio de la estupefacción general, fue Kocho, el dinámico
presidente de la Federación de África Occidental, que hasta entonces había
gozado, más que nada, de la fama de simpático histrión. Después, se supo que en
el centro de estudios creado por él en Busundu, se había hallado el modo de
deshidratar las cosas y las personas a
distancia, lo cual constituía un tremendo recurso bélico.
Tras lo cual –habiendo encontrado
confirmación la ley del “muere el más poderoso”—se verificó una fuga
general de los cargos más elevados y,
hasta ayer, más ambicionados. Casi todos los puestos presidenciales quedaron
vacantes. El poder, antes ávidamente codiciado, quemaba las manos. Hubo, tre
los peces gordos de la política, la industria
y de la finanza, una carrera desenfrenada con el fin de demostrar quien
contaba menos. Todos se hacían pequeños, bajaban los humos, ostentaban un negro
pesimismo sobre la suerte del propio país, del propio partido, de las propias empresas.
El mundo al revés. Un espectáculo que habría sido regocijante de no existir la
pesadilla del próximo martes por la noche.
Y también a media noche del quinto martes,
y, luego, del sexto, y luego del séptimo. Fueron quitados del medio, por orden:
Hosei, vicepresidente de China, Fhat-en-Nissam, la eminencia gris de El Cairo y
el Sultán del Ruhr.
Las víctimas, posteriormente, fueron
segadas entre los hombres de menor entidad. La defección de los titulares, empavorecidos,
había dejado desiertos los puestos eminentes de dominio. Tan solo el viejo De
Gaulle, impertérrito como siempre, no había soltado el cetro. Pero la muerte, quién
sabe por qué, no le dio satisfacción. Él fue la única excepción a la regla. Cayeron
personajes mucho menos autorizados que él. ¿Sería que el Padre Eterno,
fingiendo ignorarle, quería dar una lección de humildad?
Al cabo de un par de meses, no existía
ya ningún dictador, ningún jefe de Gobierno, ningún líder de gran partido,
ningún director general de gran industria. ¡Qué hermosura! Todos dimisionarios.
En la guía de Naciones y negocios permanecieron órganos colegiales paritarios,
en los que cada miembro ponía el máximo cuidado en no sobrepasar a sus colegas.
Al mismo tiempo, los hombres más ricos del mundo se desembarazaban
precipitadamente de su exagerada acumulación de millones con gigantescos
donativos benéficos, obras sociales y
mecenazgos artísticos.
Se llegó a paradojas inauditas. En la
campaña electoral de Argentina, el presidente Hermosino, temiendo los votos
como a la peste, se difamó tanto a sí
mismo que fue procesado por vilipendio
del Jefe del Estado. En L’Unità,
de Roma, aparecieron luctuosos editoriales que proclamaban el completo hundimiento del PCE, escritos por el
líder del partido, que no quería dimitir pero quería evitar el golpe del
destino. Y el campeón mundial de los pesos pesados, Vasco Bolota, se hizo
inocular el paludismo para perder la salud, considerando que el vigor físico
también era un peligroso signo de poder.
En los litigios
internacionales, nacionales y privados, cada cual daba la razón al adversario,
tratando de ser el más débil, el más obediente, el más incauto. El cráter
Copérnico quedó repartido equitativamente entre soviéticos y americanos. Los capitalistas
cedían sus negocios a los trabajadores y los trabajadores les suplicaban que no
los cediesen aún. En pocos días se llegó a un acuerdo para el desarme total. Las
viejas reservas de bombas fueron hechas estallar en las proximidades de
Saturno, que resultó con un par de anillos rotos.
Antes de transcurridos seis meses,
cualquier peligro de conflicto, aún local, se había desvanecido. ¿Qué digo
conflicto? Ni siquiera controversias, odios, litigios, polémicas, animosidades,
subsistían ya. Terminado el asalto al poder y el delirio de mando, se vio que
se establecían automáticamente la justicia y la paz. De los cuales, aún pasados
15 años, seguimos gozando. Pues ocurre que, tan pronto algún ambicioso,
olvidando la lección de 1980, intenta levantar la cabeza por encima de los
demás, viene la invisible hoz y ¡zas! Se la quita, siempre a media noche del
martes.
Las “ejecuciones” semanales cesaron a
mediados de octubre. Ya no eran necesarias. Habian bastado una cuarentena de
infartos bien concedidos para organizar mejor las cosas sobre la Tierra. Las últimas
víctimas fueron figuras de segundo plano, pero el mercado mundial no ofrecía ya
nada mejor en materia de personajes
poderosos. Sólo el decrépito De Gaulle continuó siendo obstinadamente tolerado.
La penúltima fue George A. Switt, célebre
presentador de la estereotelevisión americana. Muchos quedaron asombrados,
perro, en realidad, él gozaba de un prestigio formidable, y le hubiese bastado
con quererlo para alcanzar los más altos cargos de la Confederación. El
conocido magnate conde Bongiorno, interrogado al respecto, que de joven había
sido un famoso presentador de televisión
en Italia, dijo no sentirse extrañado, ya que en sus buenos tiempos,
había advertido detentar, pese a sus intenciones, un poder casi ilimitado, y
una nación extranjera, de quien no quiso revelar el nombre, le había ofrecido
todo el oro a fin de que, con una palabra, hiciese sublevar al pueblo italiano
para instaurar otro régimen. Pero por patriotismo, contestó que no".
(Historias del atardecer. Dino Buzzati)
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