Conocía a Clarice Lispector y había leído algún libro de ella...
Pero cuando fui la primera vez a Brasil, y en las librerías que Enrique y yo visitábamos, descubrí los cuentos y otros relatos que me impactaron, que mi acompañante me traducía y daban pie a muchas conversaciones interesantes sobre lo que en ellos se planteaban, me enamoré profundamente de esta escritora.
Podría reproducir muchos de esos cuentos que, por su riqueza humana, me parecen extraordinarios. Pero empezaré por éste, lleno de humor con una carga de crítica y un proceso narrativo que nos llevó a un jadeante monólogo interior.
Que lo disfrutéis, como lo hicimos nosotros:
Cinco relatos y un tema
26 de julio de 1969
Esta historia podría llamarse Las estatuas. Otro nombre posible es El asesinato.
Y también Cómo matar cucarachas. Haré entonces por lo menos tres
historias verdaderas, porque ninguna de ellas desmiente a la otra. Aunque una
sola, serían mil y una, si mil y una noches me dieran.
La primera, Cómo matar cucarachas, comienza así: Me quejé de las
cucarachas. Una señora oyó mi queja. Me dio la receta de cómo matarlas. Que
mezclara, en partes iguales, azúcar, harina y yeso. La harina y el azúcar se
atraerían, el yeso achicharraría lo de adentro de ellas. Así hice. Murieron.
La otra historia es la primera en realidad y se llama El asesinato.
Comienza así: Me quejé de las cucarachas. Una señora me oyó. Sigue la receta. Y
entonces entra el asesinato. La verdad es que me había quejado de las
cucarachas sólo en abstracto, que ni mías eran: pertenecían a la planta baja y
escalaban los caños del edificio hasta nuestro hogar. Sólo fue en el momento de
preparar la mezcla que ellas se volvieron mías también. En nuestro nombre,
entonces, comencé a medir y pesar ingredientes en una concentración un poco más
intensa. Un vago rencor me había poseído, un sentido de ultraje. De día las
cucarachas eran invisibles y nadie creería en el mal secreto que roía una casa
tan tranquila. Pero si ellas, como los males secretos, dormían de día, allí
estaba yo preparándoles el veneno de la noche. Meticulosa, ardiente, avivaba el
elixir de la larga muerte. Un miedo excitado y mi propio mal secreto me
guiaban. Ahora yo sólo quería gélidamente una cosa: matar cada cucaracha que
existe. Las cucarachas suben por los caños mientras nosotros, cansados,
soñamos. Y he aquí que la receta estaba lista, tan blanca. Como era para
cucarachas despiertas como yo, esparcí hábilmente el polvo hasta que éste
parecía formar parte de la naturaleza. Desde mi cama, en el silencio del departamento,
las imaginaba subiendo una a una hasta el área de servicio donde dormía la
oscuridad, sólo una toalla alerta en el tendedero. Me desperté horas después
con sobresalto de atraso. Ya era de madrugada. Atravesé la cocina. En el piso
del área de servicio allá estaban ellas, duras, grandes. Durante la noche yo
las había matado. En nuestro nombre, amanecía. En el morro un gallo cantó.
La tercera historia que ahora se inicia es la de Las estatuas. Comienza
diciendo que yo me había quejado de las cucarachas. Después viene la misma
señora. Va yendo hasta el punto en que, de madrugada, me despierto y, todavía
somnolienta, atravieso la cocina. Más somnolienta que yo está el área en su
perspectiva de ladrillos. Y en la oscuridad de la aurora, un rojizo que distancia
todo, distingo a mis pies sombras y blancuras: decenas de estatuas se esparcen
rígidas. Las cucarachas que se habían endurecido de adentro hacia afuera.
Algunas panza arriba. Otras en medio de un gesto que no se completaría jamás.
En la boca de unas un poco de comida blanca. Soy la primera testigo de la
alborada en Pompeya. Sé cómo fue esa última noche, sé de la orgía en la
oscuridad. En algunas el yeso se habrá endurecido tan lentamente como en un
proceso vital, y ellas, con movimientos cada vez más penosos, habrán
intensificado ansiosamente las alegrías de la noche, intentando huir de dentro
de sí mismas. Hasta que de piedra se volvieron, en espanto de inocencia, y con
tal, tal mirada de censura herida. Otras -súbitamente asaltadas por la propia médula,
¡sin ni siquiera haber tenido la intuición de un molde interno que se
petrificaba!-, ésas de pronto se cristalizan, así como la palabra es cortada de
la boca: yo te... Ellas que, usando el nombre del amor en vano, en la noche de
verano cantaban. Mientras aquélla allí, la de la antena marrón sucia de blanco,
habrá adivinado demasiado tarde que se había momificado exactamente por no
haber sabido usar las cosas con la gracia gratuita de lo en vano: "¡Es que
miré demasiado dentro de mí! Es que miré demasiado dentro de...", de mi
fría altura de gente miro el derrocamiento de un mundo. Amanece. Una u otra
antena de cucaracha muerta se agita en la brisa. Desde la historia anterior
canta el gallo.
La cuarta narración inaugura una nueva era en el hogar. Comienza como se
sabe: Me quejé de las cucarachas. Va hasta el momento en que veo los monumentos
de yeso. Muertas, sí. Pero miro los caños, por donde esa misma noche irá a
renovarse una población lenta y viva, en fila india. ¿Entonces renovaría yo
todas las noches el azúcar letal? Como quien ya no duerme sin la avidez de un
rito. ¿Y todas las madrugadas me conducirían sonámbula hasta el pabellón? En el
vicio de ir al encuentro de las estatuas que mi noche sudada erguía. Me
estremecí de perverso placer ante la visión de aquella doble vida de hechicera.
Y me estremecí también ante el aviso del yeso que seca: el vicio de vivir que
reventaría mi molde interno. Áspero instante de elección entre dos caminos que,
pensaba yo, se dicen adiós, y segura de que cualquier elección sería la del
sacrificio: yo o mi alma. Elegí. Y hoy ostento secretamente en el corazón una
placa de virtud: "Esta casa fue desinfectada".
La quinta historia se llama Leibniz y la trascendencia del amor en la
Polinesia . Comienza así: Me quejé de las cucarachas.
(Fotos de Mariam del Toro. Recife, Marzo de 2015.)
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