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viernes, 25 de enero de 2019

MI ANTEPASADA, LA ESPOSA DE BOLIVAR



Permitidme hoy que os hable de mí, que, aunque persona ya hace tiempo desaparecida, fui alguien muy importante para el hombre que todos conocéis como “El libertador”, es decir, Simón Bolívar.



No voy a relataros quí su historia, sino la mía.



Cuentan que yo era una bella dama madrileña…



Pero comencemos por el principio.



 Nací el 15 de octubre de 1781, durante el reinado de Carlos III  y me bautizaron con el nombre de María Teresa Josefa Antonia Joaquina, hija de Bernardo Rodríguez del Toro, venezolano,  y de Benita de Alayza, oriunda de Valladolid. 


La noche en que nací se ponía en escena, en el Teatro Principal, la obra de “Fausto”.

A temprana edad murió mi madre, por lo que tuve que encargarme de mi padre y de mis hermanos pequeños, a quienes traté de educar y proteger. También ayudé a mi padre y a mi primo en lo relativo a la administración de sus bienes y haciendas.



Mi tío, hermano de mi padre, era el General de Caracas Francisco Rodríguez del Toro, Marqués del Toro. Mi familia estaba muy vinculada a Venezuela.
Fui una joven bien educada y culta en la época, aunque tímida y de carácter amable.
Las crónicas dicen que  tenía ojos color café, piel pálida y larga caballera.
Conocí a Simón Bolívar en Madrid, en 1800.
Él había sido enviado a España para continuar sus estudios y residió durante algún tiempo en la casa del marqués de Ustáriz, su tutor.

Querían que recibiera formación intelectual en Europa  y que aprendiera idiomas: francés, inglés e italiano, así como esgrima y baile.
La casa del marqués de Ustáriz era centro reuniones culturales. Tenía una enorme biblioteca, y eso, a Simón, le entusiasmó porque le apasionaba leer.
En esa casa fue donde nos conocimos. 
En uno de aquellos bailes que se celebraban, el joven venezolano se fijó en mí.
Yo me acerqué para preguntarle por mi tío, el marqués del Toro, a quién él conocía en Caracas.
Y él desplegó todo su encanto seductor.
-Me han dicho que su familia es muy amiga de mi tío y que usted lo es de mi primo… ¿Qué tal en España?
Iniciamos una conversación trivial, hasta que él declaró:
-“Fue Cupido quien me condujo desde el otro lado del continente para estar aquí esta noche… Cuando la vi entrar, me flechó para dejar mi corazón herido. Y solo curará con una sonrisa de su bello rostro”.
No os ocultaré que me impactó la poética del venezolano, que aprovechó para cogerme de la mano y conducirme a la pista de baile.

Educada en esta época, no podía sustraerme a la idea del amor romántico y desde
entonces, mis sueños tuvieron un nombre: Simón.
Yo tenía 19 años, él 17.
Cautivados como estábamos, me declaró su amor rápidamente.
Yo acepté el noviazgo, pero mi padre no.
Cuando se enteró nos propuso esperar un tiempo, hasta que él cumpliese la mayoría de edad. Y me llevó a Bilbao. Mi padre, no contaba con que al poco tiempo, en marzo de 1801, Simón también se mudaría a esa ciudad.
Y el 5 de abril de 1802, Bolívar me propuso formalmente matrimonio. 


Entonces, don Bernardo dio su permiso, quizás aplacado por la insistencia del joven y también por los bienes de mi novio, valorados en unos 200.000 duros.
Considerando mi distinguido nacimiento, mi virginidad, mis cualidades y el hecho de que abandonaría España para acompañar a mi esposo, sus abogados me pusieron el valor de 100.000 reales como dote, aproximadamente una décima parte de la fortuna de Simón.
Costumbres propias de la época, que no gustarán en el futuro, pero que en nada desmerecieron el amor entre nosotros.
Cuando contrajimos matrimonio yo había cumplido 21 años y él tenía 19.
Celebramos la boda el 26 de mayo de 1802, con permiso del rey y la dispensa de amonestaciones, pues él era militar.
     Simón me regaló un anillo de bodas que mandó confeccionar a un orfebre, con montura de oro, que era el metal más valorado en los dos mundos que se unían en nosotros: Europa y América. 
     Una corona, por mi nobleza, dos grandes diamantes en forma de lágrima formando dos corazones y 18 diamantes más pequeños bordeando el anillo. Por último 5 diamantes que señalaban el mes de mayo, fecha de nuestro enlace.
    Pasamos la primera parte de la luna de miel en Madrid, y 20 días después nos desplazamos a La Coruña, desde donde el 15 de julio del mismo año partimos hacia Caracas en el navío San Ildefonso.
Desembarcamos el 12 de julio en La Guaria. 

Tanto mi familia venezolana como todos los familiares y parientes de mi marido, me acogieron felices y yo me adapté con facilidad.
Éramos atendidos por la aristocracia caraqueña, asistíamos a elegantes recepciones, tertulias, comidas y bailes de minué.
Tras una corta estancia en la capital, nos trasladamos a la “Casa Grande” del ingenio Bolívar, en San Mateo, que actualmente es un museo.


Tenían gran extensión de siembra de caña de azúcar para producción de panela y extensiones para la siembra de cacao, añil y maíz.

A mí me gustaba ese lugar en los Valles de Aragua por el brillo del sol y sus campos floridos, aunque estaba poco tiempo con Simón, que debía prestar atención a la hacienda.
Poco después, enfermé.
     Sufría de fiebre, escalofríos, dolores de cabeza y otros síntomas propios de las “fiebres malignas”, que decían entonces y que hoy se identifica con la fiebre amarilla o paludismo.
La enfermedad del trópico, a la que eran inmunes los nativos de Ámerica, pero que resultaba mortal para los europeos.
Me trasladaron a la ciudad, con la urgencia del caso.
Mi muerte sucedió pocos días después tras 8  de continuas fiebres.
Era el 22 de enero de 1803.
Sólo llevábamos 242 días de matrimonio.

En sus Memorias reflejó su sufrimiento en aquellos momentos:
    “Cuando debían vestirla para colocarla en el ataúd, le pedí a mi hermana María Antonia que le pusiera un bello vestido, de seda blanca, brocado en organza  y bordado con hilos de plata que mi esposa había traído de España. Me quería despedir de ella con esa misma imagen que me enamoró cuando la conocí… No se me olvidarán las palabras que pronuncié cuando su urna era depositada en el panteón de la familia en la Catedral de Caracas. Yo contemplaba a mi mujer como un ser divino. El cielo creyó que le pertenecía y me la arrebató, porque no era creada para la tierra".
                                   (Vinicio Romero Martínez. Cátedra Bolivariana, 2007).

Me quitó el anillo del dedo porque quería conservarlo, y a cambio, me dio algo que para él tenía un gran valor sentimental: el faldellín tejido por su madre y que aún traspiraba su perfume.
Este anillo desapareció cuando Simón murió en extrañas circunstancias. Hoy es posible admirarlo en el Museo Nacional de Colombia.
Me sepultaron en la cripta de los Bolívar de la catedral, donde todavía reposan mis restos.
Simón quedó muy afectado emocionalmente, sumergido en un estado depresivo, triste y desolado. Y juró no volverse a casar.
En abril de 1828 él diría:  “Miren como son las cosas. Si no hubiera enviudado, quizás mi vida hubiera sido otra; no sería el general Bolívar, ni el Libertador… La muerte de mi mujer me puso muy temprano en el camino de la política, me hizo seguir tras el carro de Marte, en lugar de habérmelas en el arado de Ceres”.
Su desesperación hizo temer a sus allegados por él y le recomendaron volver a Europa. En Madrid se encontró con mi padre, un encuentro emocionado entre suegro y yerno.
Después partió hacia París con mi primo hermano Fernando R. del Toro.

“Si no hubiese enviudado……”
Canalizó su dolor hacia la política, interesándose por las ideas sobre los asuntos públicos.
Salvador de Madariaga afirma que mi muerte a los 21 años va a ser “uno de los acontecimientos claves de la historia del Nuevo Mundo”.
 
Dicen los historiadores que Simón no volvió a entregarse a un verdadero amor con ninguna otra mujer, a pesar de que mantuvo muchas relaciones y diversos amoríos y no se ató a nadie mas .


Eduardo Lozano ha escrito un libro, “Bolívar, mujeriego empedernido”, en el que relata que tuvo al menos 35 mujeres de las que hay registros. 

Pero pudieron ser muchas más.
Hay quien dice que tuvo hijos (“Los hijos secretos de Bolívar”/ Antonio Prada).
Parece ser que mi viudo, que murió a los 47 años, no perdió el tiempo en la cama.
¡Ay, las hormonas del Libertador!, que repartió su vida “entre el aroma de las mujeres hermosas y el olor a pólvora de las Guerras de Independencia”.

Muchas fueron sus aventuras, pero nunca rompió su promesa formulada a mi muerte. 
En aquel segundo viaje a París, se enamora de una prima lejana, Fanny du Villars, siete años mayor que él, quien parece estuvo presente en su corazón mucho tiempo.

¡Y Manuelita!

Fue su consejera política, compañera durante años, llamada por él "la libertadora del Libertador", con la que mantuvo una apasionada unión, ella le amó locamente,
y él la quiso, aunque mantenía otros romances simultáneos y devaneos.

Manuela Saénz compartió años y luchas políticas con él, que la consideraba mujer inteligente, independiente y fuerte.

    Bolívar, delgado, con sus escasos 1,67 de altura, con una mirada intensa y penetrante con la que prácticamente hablaba, con su elegancia y exquisita forma de expresarse, no dejaba de ser un costeño, un caribe, porque era en origen un terrateniente criollo de Caracas que llevaba en sus venas sangre negra del cruce de uno de sus ancestros con una esclava. 

 Cuando Bolívar murió, había recorrido a caballo el equivalente a dos veces la vuelta al mundo.

      Y en el último momento, se sintió morir proscrito, detestado por los mismos que gozaron de sus favores y víctima de un inmenso dolor.

Hay quien preguntaba cómo el Libertador, siendo un joven adinerado y con talento, enamoradizo y bien correspondido, sacrificó casi todos los placeres para dedicar su tiempo y su mente a liberar la patria.
    
Parece que yo pude ser la respuesta.


     Posiblemente, si no me hubiese muerto, Simón no se hubiese interesado tanto por la política ni hubiera vuelto a Europa en un segundo viaje, donde desarrolló sus ideales independentistas, ni hubiera hecho el juramento del Monte Sacro, nunca habría volcada su vida en luchar por la libertad de las Américas  y quizás Venezuela, sin sus hazañas, aún sería una colonia del imperio español.

     Y su filosofía sobre la moral y la honestidad de los políticos le llevó a considerar siempre que el  sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política.

Tal vez no fui muy seductora o muy valiente pero, sin proponérmelo, influí en la vida de Simón Bolívar y en sus acciones, por lo que debo ser recordada en la historia.