Recién
pintadas, las paredes de la parroquia de San Carlos Borromeo lucen inmaculadas
e impolutas.
Después de la comida del domingo, nuestra
inefable Tronka se acerca a Javi Baeza para decirle que solamente le deja colgar
en la pared la foto del hombre en la farola, que todo lo demás sobra. Y
sonreímos, porque, en verdad, esa imagen captada por la cámara de José Palazón Osma, que tenemos colgada desde
hace tiempo, es para algunos la verdadera cara del Cristo actual, de mi cristo
de Melilla.
Mientras volvía a casa, pensaba en eso, en lo que significa para nuestra gente esa fotografía.
A mi me sirve de reflexión, de recordatorio
de nuestra realidad, de oración incluso.
Para no olvidarme, nunca, de que las paredes de ese lugar
son consideradas refugio para los inmigrantes, frente a la dureza y a las dificultades de la vida
en un país extranjero desconocido, como nos decían los amigos musulmanes cuando
quisieron cerrarlo las autoridades eclesiásticas.
Que de las buenas noticias del evangelio se
desprende que la propuesta es una invitación dirigida a los excluidos para
que se sienten en un lugar preferente del banquete.
Que Dios, si existe, querría para sus hijos
e hijas una vida digna y dichosa.
Que yo no puedo creer en un Jesús sin
carne.
Que en algunos sitios se le ha convertido
en “objeto de culto” exclusivamente, en un icono venerable, con rostro
majestuoso pero lejano, como nos advierte Pagola. Pero que la fe es liberadora
y no alienante y que ha de buscar la dignidad del hombre. Que queremos el encuentro
con la esencia del ser humano, ya sea desde la religión o bien desde la
desnudez absoluta, tal como venimos al mundo.
Que he de centrarme en las víctimas de la injusticia
desde la fidelidad a la memoria peligrosa y subversiva de Jesús de Nazaret, víctima
crucificada por los poderosos de su tiempo, como decía Julio Lois.
Que él
ejerció la misericordia de un modo conflictivo porque anteponía el hambre a las
prescripciones legales, y que eso es lo que hacemos cuando la acogida desafía las leyes de extranjería y
la hospitalidad se convierte en un acto de desidencia, guardando los miedos, porque hemos aprendido que “cuando las puertas
abiertas de casas particulares plantan cara a fronteras plagadas de cuchillas
asesinas, se está ejerciendo la misericordia conflictiva de Jesús” (Pepe
Laguna).
Para olvidarme, eso sí, del hombre ajeno a la historia, con esos
adornos que le pusieron los que querían escondernos su mensaje bajo dogmas
abstractos y al que he descubierto humano y real, condenado por su rechazo a la
opresión tanto del poder político como del religioso.
Para no olvidarme de que la tierra y sus
bienes son cosas comunes, de todos, que no debemos apropiarnos ni conquistar. Y
repetir con Stiglitz que me parece terriblemente
injusto que en un mundo con tanta riqueza y abundancia haya tanta gente que
vive con pobreza.
Y que hay que humanizar el derecho y la justicia
penal porque la “justicia social” debe anteponerse a la “justicia legal”.
Que
nuestro ”espacio liberado”, como le denomina una compañera, no puede olvidarse del
forastero, del huérfano, de la viuda, de reconocer al otro, para que nunca se
convierta, como tantos otros, en “cueva de ladrones”.
Para
no olvidar que, como dijo Javier Baeza, hemos de reclamar la memoria y
denunciar que no se puede construir una nueva Europa sin acoger a los que
vienen, a quienes hemos esquilmado también en África.
Para
recordar que este sistema ha quitado del centro a la persona y ha colocado en
su sitio al “dios dinero” con su sumo sacerdote , el mercado, que exige
continuos sacrificios y que nunca se sacia.
Para
no olvidar, en fin, lo que aprendí desde joven aquí, que es que a los crucificados
de hoy día es a quienes hemos de bajar de la cruz.