No ha subido el telón.
No lo veremos subir.
Foto de José Palazón. |
En la obra "Vía Muerta", la cuarta pared, esa pared invisible imaginaria, frente al escenario de un teatro, que separa a los espectadores de la trama de los personajes, la que separa al público de lo que ocurre en la escena, no existe.
Nos encontramos sentados en el suelo, en lo que habíamos esperado sería el escenario, separados de las butacas por una alambrada, la valla de la vergüenza que tantos conocemos bien, mientras miramos esas butacas vacías, al otro lado, con las que han querido representar la Europa que se espera cómoda, acogedora, libre y solidaria.
La Europa-madre, la Europa-casa, la Europa rica... Esa Europa que constatamos, sentados en medio de la escena, como la Europa madrasta, la que envía a los Cascos Azules a poner paz, pero que viola a mujeres y niñas, la que, tras saquear y expoliar a los países del sur, no devuelve ni un mínimo de acogimiento y gratitud.
Esa Europa que deja los cuerpos llenos de herida: de las vallas, de los golpes de la policía, de las caídas...¡Lástima de este continente que no ha aprendido nada, que sigue cerrando las puertas y confinando en campos llenos de alambradas los derechos de personas que huyen de la guerra, del hambre, del sufrimiento!
¿Cómo hablar de la barbarie que se está produciendo?
Necesitaríamos palabras que expresaran todo el horror del mundo. Habría que encontrar las que tuvieran tal virulencia expresiva que no dejasen a nadie indiferente. Pero ya se escribió que "ni siquiera las palabras más duras alcanzan esos límites".
Carlos Olalla y esta compañía han sabido enviar señales de ello. Nos ponen junto a un hombre al que la guerra ha convertido en emigrante, que un día se puso en camino esperanzado en llegar a tener en brazos a su nieto, en reunirse con su hijo de nuevo, que partió antes que él.
Sobreviviente a las decisiones de los dueños de las bombas, se encuentra con otros en igual situación, aislados, discriminados, desoídos, degradados, retenidos, rechazados, maltratados, abusados, olvidados en campos que no son de refugio, sino que, como si fueran protagonistas del poema de un nuevo Dante, se encuentran en los infiernos de los vivos.
Hemos llegado todos a esa estación sin trenes, por cuyas vías muertas solo circulan los recuerdos.
Y ya nos sentimos distintos.
Hijos de un tiempo extraño.
La soledad tienen nuestro mismo tamaño, nuestra propia estatur
El hombre que está entre nosotros no solo añora la libertad, sino la mano amiga, el hogar que dejó, la amada a la que vio morir... Y nos hace evocar nuestros propios recuerdos: la luz en el almendro, las voces de los niños jugando en la calle, los "menudos asuntos cotidianos" que componen nuestras vivencias.
La obra nos permite acompañar a este hombre en su sufrimiento
Pero no solo.
Además, esta creación conlleva una carga filosófica importante: el autor, la directora, los actores, nos demuestran eso que Gardemer entiende por hermeneútica, es decir, la capacidad de escuchar a otra persona pensando que podría tener razón.
Decía Carlos Olalla en una entrevista: "No puede existir un tejido comunitario llamado humanidad si no somos capaces de resolver el problema de las fronteras".
Por eso: ¿Qué sentido tiene una vía de tren muerta? Como se pregunta en la obra.
Para responderse: "No tiene ningún sentido... Por eso sé que tarde o temprano, nos van a dejar pasar".
Y conocemos a un policía de la frontera.
Un hombre que un día calzó sus botas militares...
Le pidieron que con ella pisara...
¡Se aprende tan pronto a odiar cuando te enseñan!
Willy Toledo, que encarna a este personaje, lo trasmite bien, a tenor de lo que el refugiado kurdo que participó en el coloquio posterior a la representación, nos contaba: los ojos de aquel actor, vestido de policía de frontera, le recordaba su propia vivencia.
¿Comprenderá acaso que ahora ya solo es un vigilante del tiempo, un espía del dolor de otros?
Ambos, el poli y el refugiado, viven en la incertidumbre.
-"A nosotros no nos dejan ir con nuestras familias y a usted le separan de la suya..." Dice en un momento determinado el hombre al guardia.
Y hay también una pequeña, la maravillosa Elena Olivieri, a quien todo aquello le parece tan incomprensible, tan fuera de lugar, tan ilógico, que rebotará una y otra vez sus preguntas sobre lo que está ocurriendo allí...
¿Por qué?... ¿Por qué?... ¿Por qué?
Ella sí parece saber que nacemos en una tierra que no debería tener amos y que podemos emigrar como las aves .
¡Y, de pronto, un payaso!
Allá aparece con su nariz roja, su cara pintada, nuestro querido Iván Prado, para hacer sonreír a los niños y a sus familias, para mostrarles una imagen distinta de los adultos que ahora están conociendo, la de los que no agreden ni disparan, sino que acompañan, juegan y hacen reír.
Llega a esa vía muerta "donde los guardaagujas del tiempo hunden la risa y la esperanza" para que nadie olvide allí que la vida sigue silbando en la distancia.
Para que definitivamente no descarrile el tren de su existencia.
Un payaso que hace converger la fuerza de su intuición más libre y más rebelde para crear luz allí donde no la hay e iluminar los momentos más sombríos, para romper el dolor, el sufrimiento.
Pero ¿cómo se mide ese sufrimiento?
¿Cómo se mide la libertad, la dicha, el heroísmo, la esperanza?
Más tarde, entre cervezas y risas, pude hablar con la directora, Eva Egido Leiva, la que nos había invitado a mirar con nuestros propios ojos una determinada situación, la que había conseguido que me sintiera como si fuese yo misma la que estaba encerrada en ese campo...
Sentir dentro, comprender las emociones del otro, desnudarnos para aceptarnos y sobre todo, interpelarnos...
Con ese poder de evocación que tiene el teatro, Eva potencia la capacidad modificadora del arte escénico, desarrollando al tiempo que esta obra, la conciencia social porque quizás, como escribió Rafael Álvarez, El Brujo, "quizás la técnica del arte no es más que un pretexto para que se expanda y circule el mensaje, el misterioso latido del universo".
Eva deja la puerta abierta a la acción creadora del público, a la fuerza imprevisible de las influencias constantes entre unos y otros.
Dice Carlos Olalla que "Vía Muerta" es su manera de abrazar a las personas que hoy están en los campos de refugiados, intentando llegar aquí. Me consta que a él sí le importa tanto dolor frente a un mundo que devora cada día millones de muertos: la guerra, el hambre, el odio, el asedio de un terror que no se quiere ver.
Como si casi nadie se diera cuenta de que nos estamos hundiendo, que nos vamos a pique con el viento terrible de este temporal que nos lleva al fracaso como seres humanos.
También podemos naufragar en tierra.
Dice Paramahansa Yogonanda, sabiduría oriental en estado puro, que "la felicidad de un corazón no puede satisfacer el alma; uno debe incluir, tan necesariamente como la felicidad de uno mismo, la felicidad de los otros".
Cuando termina la función, siento que se han removido las lecturas de Freire, Brecht, Gustavo Boal, y tantos otros que se han conjurado aquí con estos actores y estos creadores. Todos podemos ser opresores y oprimidos, fascistas potenciales, víctimas de la barbarie humana o quizás "podamos marcar el paso de la oca en la miseria y la sangre" de otros.
Porque ¿en qué momento esta masacre se convirtió en una aburrida noticia más para la gente?
En esta ocasión, el teatro tiene ese componente de rebeldía y de saber señalar lo más repugnante de nuestra sociedad.
Y como un imprevisto desacorde en la música que nos marcan, salimos del teatro queriendo cavar rabiosamente grietas en ese muro de sombras que es nuestro sistema occidental.
Pensando que no queremos ser perros a los que azuzan para morder.
Que queremos tender la mano.
Una de las mejores catarsis del teatro, del buen teatro, de obras como esta "Vía Muerta", es que sales de la sala convertido en mejor persona.
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"Con mi poesía y mi teatro, las dos armas que más me corresponden y que más uso,trato de aclarar la cabeza y el corazón de mi pueblo, sacarlos con bien de los días revueltos, turbios, desordenados, a la luz más serena y humana...
Con mi poesía y con mi teatro, las dos armas que más relucen en mis manos con más filo cada día, trato de hacer de la vida materia heroica frente a la muerte. Y no he de parar hasta hacerla".
(Miguel Hernández. Nota Previa a "Teatro de la Guerra").
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